viernes, 7 de diciembre de 2007

Una fiebre aparecida a partir de una cosa tonta, ¡plan, plan, plan, plac. plac ! un papel en acordeón que se despliega, que se deja caer, que forma escalera, el transcurrir aquí es un momento exacto, y de tan exacto se aquieta levemente.
Es un ardor instalado, luz de calle, que ha cierta hora del aire, pasa por aguja tuerta, y se expande, dilata las pupilas, nos genera un contraste fluor entre los órganos.
Sube la temperatura por el filo, aunque es una sensación variable según el clima de adentro de la caja, de afuera de la vida.
Es tan corporal todo, tan sensible al ruido, que al menor movimiento de los párpados, cambia. O mejor dicho aquí, nos transforma el corazón en una buena historia.
Es una fiebre, que llega desde todos los cardinales del cuerpo, en procesión. una multitud viajando en un silencio enceguecido, y contrasta con el zumbido de las moscas.
De a poco, las cosquillas son calientes y cambian de color, de talle, de antojo, de abrigo.
El ardor es un paisaje con un fulgor liviano, no suficiente para imaginar la otra mitad del universo que está en sombras, en fresca y violeta sombra jacarandá, en sombra mora. Es un despliegue de estrellas caídas sobre la vereda, a las que aun le quedaran horas de brillo, horas grillo solo les bastara, descubrirse fuera, del velcro del atardecer y apagaran su centro para dártelo, y hagas con ellos un ramo sonoro y refulgente.
Todas las partes, en una cadencia desconocida, se ponen de acuerdo para moverse, esa, es la sensación que hemos tenido a veces de volar.
Es una fiebre, un momento de lucidez tan pequeño, tan fugaz, tan profundo, que de ser una fotografía nos agarraría sin poder salir de esa mueca estúpida, que nos obliga a pensar que irremediablemente han de existir otras caras para volver a vernos.

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fransuá y estela